Cap. #4 Gambia
Ellas quieren ser luz

El sueño de ser fotoperiodista de la gambiana Hawa ilustra el lento pero constante avance de los derechos de la mujer en el continente africano

Sukuta. Gambia.

La luz es perfecta y Hawa lo sabe, pero duda; no quiere mojarse las zapatillas nuevas. Levanta la cámara, enfoca pero no da al click. Demasiado lejos. Sus deportivas son de caña alta, blancas y negras, como las gaviotas cabecigrís que graznan en el cielo, ansiosas por la llegada de decenas de cayucos con las redes trufadas de peces. En la arena plateada de la playa de Tanji, un pueblo pesquero de Gambia, despunta un hormiguero multicolor: mozos empapados descargan la mercancía entre un torrente humano de mujeres que pujan por el pescado más fresco, puestos de venta en el suelo, niños atentos a un descuido para birlar un arenque del suelo y gatos callejeros con la misma intención. Huele a sudor, a mar y el sol bajo barniza de una luz tenue los rostros sudorosos. Es el momento ideal y Hawa sabe que no durará mucho. Busca un nuevo encuadre y al mirar por el visor chasquea los labios de fastidio: se ha metido en medio su amiga Catherine, a quien el agua ya le cubre los muslos y se acerca atrevida a las embarcaciones con su cámara fotográfica agarrada entre las manos. Si Hawa debe vencer su timidez al hacer fotos, Catherine es un torbellino. Ríe divertida, grita cuando le salpica una ola y trata de enfocar cuando encima del cayuco los pescadores inflan los brazos para ella. Entonces Hawa grita basta. Y se dice que ella también puede. Se retira unos metros, busca un hueco en la arena seca y se quita las zapatillas.

—Let’s go, dice.

Y ya no deja de fotografiar. 

Hawa Faye y Catherine Bassen son amigas y desde hace seis meses quieren el mismo imposible: ser fotoperiodistas en Gambia. Con 18 y 19 años, son las alumnas más jóvenes del primer curso de fotografía del centro de formación para mujeres de Fandema, en la vecina Tujereng. Comparten aula —la escuela es de la oenegé Mbolo y no pagan matrícula— con otras siete chicas y el profesor Abdoulie B Jarju, de 25 años, quien les da clases de forma voluntaria.

Hawa es consciente de que anhela conquistar una profesión históricamente masculina pero acepta el reto.

— La fotografía, y más en Gambia, es un mundo de hombres; apenas hay mujeres profesionales. Eso antes me daba miedo, pero ya no.

La determinación de Hawa anuncia aires nuevos. Aunque queda trecho para la igualdad y existen realidades africanas diversas, los avances en derechos, el mayor acceso a la educación y el aumento de representación política— en diez años se ha triplicado la cifra de ministras y ya son el 22,5% de los asientos parlamentarios, cerca de Europa (23,5%) y delante de EE.UU. (18%)— auguran una transformación que ya ha comenzado: durante seis años consecutivos se ha reducido la brecha de género en el continente. Ocurre que no es África, son Áfricas. Mientras en el índice del Foro Económico Mundial sobre desigualdad, que valora aspectos como educación, oportunidades económicas, acceso a la salud y poder político para ellas, hasta tres países —Ruanda, Namibia y Sudáfrica— están entre los veinte primeros (y delante de España), hay hasta nueve países africanos en los últimos puestos.

Más allá de los números, en el arrojo de Hawa asoma una rebelión. Porque sin miedo, los sueños son más altos.

— Quiero respetar a la gente con mi trabajo. Las fotografías tienen fuerza y, si algo no te gusta, con ellas puedes cambiar las cosas.

A Catherine sólo hace falta observarla trabajar para encontrar el porqué de su elección: es pura pasión. Bromea con los ancianos, charla con las mujeres, juega con los niños y persuade a unos pescadores para que le suban a pulso a bordo. No deja un segundo de disparar. Cuando no fotografía, baila. O canta. Y es feliz.

— El primer día que cogí una cámara de fotos me dije ¡guau! Esto es lo que quiero hacer. Me sentí poderosa porque los hombres me respetan más.

Además de compartir emoción, la primera vez que tocaron una cámara, Hawa y Catherine pensaron lo mismo: “que no se me resbale”. Si se les rompiera la máquina, prestada por la escuela, no podrían pagarla jamás. Ambas vienen de familias numerosas, de bolsillo estrecho y techo de chapa. La primera, hija de inmigrantes senegaleses, lloró la muerte de su padre en noviembre, fulminado por un ataque al corazón, y ahora los siete de casa viven con la escasez bajo el dintel. Hawa siente su amor por la fotografía en presente, porque mañana quizás no podrá: ni siquiera sabe si la próxima semana su madre alcanzará a reunir los 40 dalasis (70 céntimos de euro) que cuesta el transporte público diario a la escuela.

Catherine hace años que se acostumbró a la ausencia paterna. Les abandonó cuando ella tenía cinco años y su madre sacó adelante a sus cinco hijos limpiando oficinas. Para ella, la cámara ha sido una puerta a un nuevo mundo. Porque, además de fotografía, en Fandema le han quitado su gran vergüenza: ha aprendido a leer y escribir. 

La educación será clave para consolidar los avances de la mujer africana. Hasta ahora, los logros son insuficientes pero esperanzadores. Aunque aún hay 27 millones de africanas analfabetas, ningún otro lugar del mundo ha visto un mayor aumento del acceso femenino a la educación primaria. El giro ha sido notable: si en el año 1970 una de cada dos africanas no sabía leer ni escribir, hoy la cifra es una de cada cinco.

Para el profesor Jarju, tanto Hawa como Catherine son más que aspirantes a fotógrafas, son pioneras. Si no lo estuviera viendo con sus propios ojos, dice, no creería que unas chicas de una cuna tan humilde puedan aspirar a vivir de la fotografía. No es que su contexto no ayude, es que resta. Amigos, vecinos y familiares les piden que abandonen y se dediquen a algo serio. Pero ellas no se rinden.

— Son trabajadoras, creativas, generosas… Para mí —dice Jarju— son un símbolo.

 

Al día siguiente, Jarju cita a sus alumnas en una instalación de placas solares en la ciudad. Quiere que hagan un reportaje para practicar. Cuando llegamos, Hawa y Catherine ya se han colocado el arnés de seguridad, el casco y, con las cámaras colgando, suben por una escalera de unos siete metros. Sin vértigo.