UGANDA

La montaña más alta de Joad

CAP.#9  LA MONTAÑA MÁS ALTA
DE JOAD

Joad y sus hermanos trabajan a diario en el huerto familiar en las montañas de Rwenzori (este de Uganda), pero no quieren dejar la escuela. Su esfuerzo por labrarse un futuro tiene además otro escollo: la mala calidad de la enseñanza. En Uganda, solo el 60 por ciento de los maestros de primaria tienen formación suficiente y el absentismo entre los maestros supera el 20 por ciento.

Joad no tiene tiempo para la belleza. Asciende la montaña a paso ligero, sin pararse a disfrutar de la vista, aunque podría: a sus pies se abre un valle amplio y frondoso que se pierde en las entrañas de la cordillera de Rwenzori, en la frontera entre Uganda y República Democrática del Congo. El paisaje es hermoso pero Joad, de 12 años, no lo mira porque lo ha visto mil veces y tiene prisa. Debe trabajar el huerto familiar y bajar rápido para llegar a tiempo a la escuela. No está solo en su afán: detrás de él caminan sin resuello sus hermanos Livania y Harret, de 10 y 8 años. Los tres hermanos visten ropas rotas, pero las de Joad son las que más gritan pobreza. Lleva una camisa naranja hecha jirones, y dos pantalones. El interior es largo y sucio y el de encima, azul y corto, se aguanta de milagro porque en el trasero tiene un agujero tan grande que deja a la vista el culo y media pierna. La camisa naranja y el pantalón corto son parte de un uniforme viejo de la escuela —en casa todo se reaprovecha— ahora reconvertido en mono de trabajo. En cuanto llegan, los hermanos se ponen a faenar en silencio: quitan malas hierbas, remueven la tierra, enderezan los tallos rebeldes y meten en un saco cinco puñados de judías verdes. Luego salen disparados montaña abajo, de regreso a casa. Al llegar, más premura: encienden apresuradamente el fuego en un horno de barro y cocinan matoke, un estofado de plátano y yuca, que devoran en unos segundos porque hay que volver a correr para llegar puntuales a clase.

Mientras los niños engullen, aparece su padre, Rwanasule Jackson, de 40 años. Viene de cuidar unos cultivos de café y bananas que la familia tiene junto a la casa. También tiene otros de yuca y habichuelas un poco más lejos, pero ni siquiera cuando la cosecha es generosa, se lamenta Jackson, tiene suficiente para alimentar a toda la familia. Además de Livania, Harret y Joad, tiene otros siete hijos con dos esposas, que viven en la misma choza. Su familia numerosa es habitual en Uganda, uno de los países con una población más joven —el 48 por ciento de los ugandeses tiene menos de 14 años— y con una media de 5,8 hijos por mujer, uno de los ratios más altos del mundo. Al preguntarle qué siente por que sus hijos tengan que trabajar el campo antes de ir a la escuela, Jackson se encoge de hombros.

—No siento nada cuando los veo trabajar. Es a lo que estamos acostumbrados aquí.

Él mismo empezó a cultivar con su padre cuando tenía diez años y dos después, con la misma edad que ahora tiene Joad, dejó para siempre la escuela. No recuerda qué soñaba ser cuando era pequeño, pero dice que trabajar el campo le va bien porque en esas montañas la tierra es fértil, aunque a veces llueva demasiado, el río se desborde y los campos se inunden.

Harret, Livania y Joad sí tienen claro qué quieren ser. Antes de atravesar el bosque de camino al colegio, el Masule Primary School, imaginan el futuro en voz alta. El primero, de mayor quiere ser policía. Ella, profesora. A Joad le cuesta más hablar de sus planes. Se ha cambiado de ropa y lleva el uniforme escolar naranja nuevo, que ya no lo es tanto: la camisa tiene un agujero en el hombro derecho. Al cabo de un rato, Joad comparte sus sueños pero los barniza de prudencia.

Cuando voy al huerto a trabajar pienso que no lo conseguiré nunca, pero mi sueño es ser médico.

Su padre lo escucha risueño, sin dar demasiada importancia al comentario de su hijo. Cosas de niños, parece decir. Finalmente arruga las cejas y contesta del tirón, como si la respuesta fuera un suspiro sostenido.

—Si tengo dinero me gustaría que Joad cumpliera su sueño de ser doctor. Pero dependerá de si tengo dinero.

De momento, no lo tiene. Como muchos en Uganda. Uno de cada cinco ugandeses vive bajo el umbral de la pobreza y la cifra se dispara en zonas rurales como Kilembe. Las diferencias entre el campo y la ciudad son cada vez más insoldables: las cifras de desnutrición y de niños con retrasos de crecimiento en las zonas rurales ya duplican las de las urbes.

 

Como el sendero es estrecho, avanzan hacia la escuela en fila india. Joad lleva unos cuadernos blancos debajo del brazo y en seguida se coloca el primero. Caminan en silencio, sin hablar entre ellos, brincando ágiles entre las piedras y esquivando las ramas bajas que de vez en cuando se entrometen en el camino. Se han entretenido y llegarán un poco tarde.

Actualmente, en el mundo hay 61 millones de niños de entre 6 y 11 años que no van a la escuela; la mitad de ellos están en África subsahariana. La necesidad permite comprender mejor tanta ausencia: uno de cada cuatro niños africanos debe realizar algún tipo de trabajo o ayudar a la economía doméstica. Según cifras de la Unesco, solo un 15 por ciento de los niños que trabajan o debe colaborar regularmente en tareas laborales —trabajar el huerto familiar, regentar la tienda de los padres, cuidar el puesto en el mercado, etc— encuentra tiempo para asistir a la escuela. Los tres hermanos de las Rwenzori son, por ahora, parte de esa minoría.

Joad saca pecho por ello. Asegura que es un chico fuerte y tiene energía de sobra para trabajar y estudiar al mismo tiempo. Lleva trabajando el campo desde los cinco años, dice, así que ya se ha acostumbrado. No siempre es fácil. A veces admite que se duerme un poco en el pupitre o falta algún día suelto a clase. Pero aún así disfruta las dos cosas.

—Lo que más me gusta del huerto es ver crecer los alimentos y lo que menos cargar sacos pesados. El colegio me encanta porque aprendo cosas y juego con los amigos. Lo peor son algunos profesores duros, que nos pegan con ramas si nos portamos mal.

Al llegar por fin al colegio, Joad se pierde en un enjambre de niños con uniformes naranjas gastados que esperan frente a tres edificios bajos donde están distribuidas las aulas. El director de la escuela, Monday Fredrick, se apresura a disculparse por el jaleo: algunos profesores todavía no han llegado.

En realidad, el de Joad lleva tres días sin venir.

—Ha fallecido un familiar y ha tenido que ir al funeral. Estamos en una zona montañosa, poco accesible, y cualquier viaje cuesta mucho tiempo. Esperemos que vuelva hoy o mañana.

La escuela, dice Fredrick, querría colocar algún sustituto para que los niños no pierdan el tiempo en las clases sin hacer nada, pero no hay cómo: son solo siete maestros para 420 alumnos.

Aunque la tendencia de la educación infantil en África es positiva —hay un 35 por ciento más de niños africanos matriculados hoy que en el año 2000—, la mayoría de países no están preparados para asumir la mayor demanda de profesores cualificados a causa del aumento demográfico en África subsahariana, que duplicará su población en treinta años. Ni siquiera es suficiente con la calidad de los que ya hay: en Uganda, solo el 60 por ciento de los maestros de primaria tiene la formación necesaria, y su absentismo es superior al 20 por ciento.

Las dificultades generan un contexto ideal para bajar los brazos. Desde principios de curso, en apenas cinco meses, más de 80 alumnos de la escuela de Joad han abandonado los estudios. Algunos porque no pueden pagar las tasas escolares, otros porque deben trabajar y otros simplemente porque su motivación se diluye en aulas atiborradas con 60 alumnos por clase.

 

Al final, tras casi una hora de espera, la profesora que imparte una asignatura en un aula contigua entra en la clase donde esperan Joad y sus compañeros, pone orden y empieza una lección intermitente: pasa diez minutos en cada clase, ordena unos ejercicios y se desplaza a la otra para hacer lo mismo. Cuando la maestra habla, Joad observa con los ojos muy abiertos y sostiene con suavidad un bolígrafo azul en la mano derecha, con la punta apretada sobre el papel, y posa su antebrazo izquierdo en la parte superior del cuaderno para que no se mueva. La profesora ordena que copien varias frases de la pizarra, les da unas cuantas instrucciones y desaparece por la puerta. En silencio, ajeno al murmullo que empiezan a generar algunos compañeros de fondo, Joad se aplica con la misma avidez con la que subía por la montaña por la mañana. Sin distraerse, aunque podría: si mirara por la ventana, vería a unos pájaros de plumas grises y ligeramente rojizas que aprovechan la paz en el patio para revolotear distraídos sobre la hierba y llamarse unos a otros con un gorjeo entrecortado y agudo. Si se entretuviera unos instantes más, los vería alzar el vuelo y los escucharía trinar divertidos antes de perderse entre unos árboles al fondo. Pero Joad no los ve porque fija la vista en el papel y tiene prisa: quiere acabar los ejercicios. No tiene tiempo para la belleza[JB8] .

 

Este texto ha sido publicado en la revista 5W

https://www.revista5w.com/why/la-montana-mas-alta-joad