El hambre del pájaro maldito

Cap. #2 Mali
El hambre del pájaro maldito

La vida de los hermanos Kandji y Samba del norte de Mali está marcada por la brujería y la medicina tradicional. Al primero, casi le mata de desnutrición. Al segundo, quizás le brinda una oportunidad.

Kodialani, Mali.

Durante el crepúsculo, justo antes del último rayo de sol del día, Dabi extiende sus cuatro alas de plumas blancas y rojas, emerge del cementerio y sale a cazar niños. Es un pájaro maldito. Cada noche, sobrevuela las aldeas dormidas en busca de madres que hayan ido tarde a coger agua del pozo y lanza su ataque: escupe arena de las tumbas sobre el niño atado a la espalda de la mujer y le embruja. Por eso en el oeste de Mali los niños enferman. Por eso los bebés dejan de comer. Por eso cuando tenía tres años, Kandji casi se muere de hambre. Fue su abuelo Djan Diallo, de 79 años y hechicero de la aldea de Kodialani, quien señaló a aquel pájaro del infierno como culpable de los vómitos, las convulsiones y la extrema delgadez de su nieto. Buscó solución en la magia y la medicina tradicional. Le aplicó ungüentos, le preparó infusiones e invocó a los ancestros.

Kandji no mejoró. A la tercera noche, la madre del pequeño, Kadidia Sangaré, reaccionó: cogió a su hijo y lo llevó al hospital de Kita, la principal ciudad de los alrededores. “Tenía mucha fiebre y lo envolvieron con mantas empapadas en agua fría. Después de cubrirlo, la temperatura le bajó un poco y entonces le pusieron varias inyecciones”. Según los médicos, el pequeño sufría un estado de malnutrición aguda, común en la región. A pesar de la gravedad de su situación, el niño sobrevivió. En la familia, nadie reprochó su error de diagnóstico al abuelo hechicero. Hoy, casi tres años después de aquel episodio que a punto estuvo de costarle la vida, Kandji es un niño sano y reservado que mira con reverencia el aspecto místico de su abuelo Diallo.

Como todos miran al anciano en la aldea. El hombre, que camina encorvado a causa de una hernia, se sabe una eminencia y es uno de los hechiceros más respetados de la zona. Para el hermano de Kandji, Samba, de siete años, es incluso algo más: un maestro. Su abuelo hechicero le ha elegido para transmitirle sus conocimientos. Cada tarde, le lleva a la habitación donde realiza sus rituales — una construcción de adobe separada del resto de la vivienda— y le explica sus secretos. Samba apenas habla y mira hechizado los amuletos hechos con dientes, pelos y cuernos de animales colgados de las paredes sombrías, los recipientes con infusiones de hierbas, las conchas desperdigadas por el suelo o las espadas encantadas. Diallo, que viste una camisa con decenas de gri gris protectores cosidos a la tela, saca de un rincón dos fusiles del siglo XIX que heredó de su padre. Tienen poderes mágicos, asegura.

Samba tiene mucho que aprender. Mientras su abuelo hierve una poción en el fuego sagrado —unos troncos humeantes que sólo él puede encender—, le pide que memorice un conjuro y repita con él.

Ningún viento puede llevarme

Ningún agua puede vencerme

Ningún sol puede quemarme

Cuando termina, Diallo asiente satisfecho.

— Tú estarás en mi lugar algún día.

Y Samba asiente también.

En la familia de los hermanos Samba y Kandji aceptan una práctica que a punto estuvo de matar al pequeño de malnutrición y que puede brindar un buen futuro al mayor. Su aprobación es la de África. La medicina tradicional africana, una suma de conocimiento de la naturaleza, creencias ancestrales y brujería, ha cubierto las necesidades de las comunidades locales durante siglos. Según la Organización Mundial de la Salud, la medicina tradicional, más barata y accesible, no sólo es crucial para el tercio de los africanos sin acceso a medicinas básicas, también forma parte de la cultura popular: entre el 70 y el 80% de la población del continente, de cualquier condición social y nivel educativo, recurre a curanderos, herborista y hechiceros como atención sanitaria prioritaria. El Observatorio Africano de Salud subraya otra razón: mientras el continente tiene de media un médico cada 40.000 personas, cuenta con un curandero tradicional cada 500.

En el hospital de Kita, la responsable de la sección de nutrición, Madamevan Salimata, debe adaptarse a esa realidad. Ha perdido la cuenta de los niños desnutridos que son ingresados tarde porque en primer lugar han pasado, sin éxito, por manos de curanderos. “Casos como el de Kandji son habituales. La región es pobre y muchas familias tienen problemas para pagar el transporte al centro de salud, así que primero van al curandero”.

La situación no tiene visos de mejorar. En los últimos años, la pobreza, la sequía y el hambre son palabras enlazadas en Mali. La violencia también. El avance del yihadismo en el norte — la muerte del dictador libio Muamar el Gadafi en 2011 desestabilizó la región y llenó el Sahel de mercenarios bien armados y entrenados—, provocó la huida de cientos de miles de personas, que abandonaron sus cultivos. La reciente explotación de los extremistas de las rivalidades ancestrales entre comunidades pastoralistas y sedentarias ha provocado más violencia y un nuevo puñetazo al turismo, un sector clave de la economía. Sin empleo y azotados por el hambre, miles de malienses han emprendido la ruta migratoria hacia Europa o se han ido a trabajar a las minas de oro artesanales del norte del país. Como consecuencia, los campos se han quedado más desiertos y el hambre se ha disparado. Más de medio millón de personas, además de 260.000 desplazados y refugiados a países vecinos, dependen de la ayuda humanitaria.

 

En la aldea, Sangaré, la madre de Kandji y Samba, mira a sus vástagos desde la distancia con el gesto inquieto. Ella no cree que ningún pájaro diabólico atacara a su hijo menor, sabe que era hambre, pero acepta que Samba se convierta en un hechicero. “Es un buen trabajo —admite—, y las consultas dan dinero”. Le preocupa más la suerte de Kandji y que, cuando crezca, el país siga envuelto en una nebulosa de odio, escasez y hambre. Porque entonces, como ya han hecho sus tíos, deberá jugarse la vida para cruzar el desierto y emigrar a Europa o meterse en túneles inestables en las minas del norte. Y a ella las dos opciones le parecen más peligrosas que todos los pájaros malditos del mundo.